domingo, 10 de agosto de 2025

MARIO . 1era parte. El Abrazo

 

Ese invierno de mis once años fue diferente. Los adultos decidieron pasar unos días en Paraná donde tenían amigos y parientes con el plan de ir a cazar perdices y liebres. Así que un tanto apretados en la camioneta IKA azul marchamos hacia allá mis padres, un amigo de ellos, su hijo, mi hermana y yo.

Después de unas horas de viaje llegamos a destino y fuimos recibidos por un grupo de gente que yo no conocía. Angélica y Miguel, su hija Beatriz y sus nietos Mario, Eduardo y Laura. Vivían en una casa muy grande con habitaciones de sobra y ese fue nuestro hospedaje. Los techos eran altos, al igual que las puertas que tenían parte de madera y parte de vidrio y cada habitación daba a un patio enorme al cual tenía que salir si quería ir al baño.

Mi edad se emparejaba con la de Mario y Laura. Eduardo era unos años más chico y mi hermana era cinco años más grande y por ese motivo no quería juntarse con nosotros. Disfruté mucho el guiso que me sacó el frío que tenía y de la charla con Mario que no dejaba de mirarme con sus ojos oscuros muy abiertos.

Esa noche cenamos todos juntos en el comedor y enseguida nos mandaron a la cama porque al día siguiente íbamos a salir a cazar temprano.

La caza no la disfruté. No me gustaban y aún no me gustan las armas. No mataron liebres pero sí unas cuantas perdices a las que hubo que desplumar y sacarle las balitas para que nadie se las tragara. Esto tampoco me gustó pero Mario me ayudó y logré desplumar un par. “¡Vas a ver qué ricas quedan en escabeche!”, me decía. Y tuvo razón, las perdices, aún con culpa, cocinadas esa noche para almorzar al día siguiente eran riquísimas.

El tiempo que pasé en ese caserón fue siempre jugando a las cartas o charlando con Mario y a veces un poco con Laura.

Mario era un chico de mirada dulce y siempre sonriente. A los dos nos gustaba leer lo que lo hizo mi mejor amigo en ese viaje.

Pasamos seis días en Paraná. Recorrimos campos, corrimos gallinas, tomamos mate cocido con leche y galleta de campo. Yo que iba a un colegio de monjas y venía de una familia donde éramos todas primas, me divertí un montón con ese amigo inesperado.

La noche antes de volver a Buenos Aires Mario me pidió mi dirección para poder escribirme. Se la dí y me preguntó con la mirada fija en el piso “Pero… ¿me vas a contestar cuando te escriba?”. Le aseguré que lo haría y entonces sonrió y me dio un beso en la mejilla.

Al día siguiente, con la camioneta cargada y todos listos para viajar empezamos a despedirnos. Mario se acercó a mí y me abrazó fuerte por unos instantes. Yo apenas supe cómo responder.

Nunca me habían abrazado. Nunca. Mario me enseñó. Con ese abrazo sellamos una amistad que se prolongaría en cartas y nuevos encuentros durante nuestra adolescencia. Y yo fui mejorando en el arte de dar abrazos.

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